Pero regresa

Karen Glavic
5 min readOct 14, 2021

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El día en que Chile y mi corazón estallaron juntos

Ese día fui hasta el barrio de La Boca a encontrarme con una amiga en su taller. Tomé un camino largo, no me animé a subirme al subte y elegí un Uber en hora pico. Fue una mala idea. Hablaríamos de la presentación de nuestro libro en Buenos Aires, le llevaría una copia y le contaría como fue lanzar Aborto Libre en el apagado Chile de la semana recién pasada. Ese día era 18 de octubre de 2019.

Me contó que había visto las imágenes de las chicas saltando los molinetes. Sí, los torniquetes, le dije. No sabía hasta ahí que esa precisión idiomática sería tan importante para el país que encontraría a mi regreso. Hasta ahí, tal vez, no importaba tanto que era lo que saltábamos.

Mi amiga me dejó en el colectivo y fui hasta Plaza de Mayo. Habíamos conversado sobre la presentación del libro mientras mirábamos fotos en Facebook, las chicas tomándose las calles fueron el trasfondo de nuestra conversación. Mientras tanto mi Whatsapp chileno se llenaba de mensajes en mi casa transitoria en el barrio de Caballito. Agarré el subte desde Plaza de Mayo y fui hasta la estación Rio de Janeiro, nos íbamos a encontrar allí con él, o en realidad en El almacén de pizzas. Llegué tarde, no sé si elegí bien la estación, ya no recuerdo tan bien las coordenadas de avenida Rivadavia, ese lugar por el que caminamos juntos tantas veces añorando la vida mínima que tanto amamos y deseamos. Al principio me costó ubicarme, es rara una ciudad con cordillera, no al revés. Esa gran brújula para no caminar a perderse que tenemos en Santiago. Igualmente en Buenos Aires aprendí cual era el Oeste porque allí debía mirar cuando quería encontrarlo a él.

Cuando aterricé, un par de días antes, fuimos a un bar muy porteño. Era tarde y comimos. Ya sabía que nada volvería a ser como antes aun cuando todavía no era 18 de octubre. No había mucho que hacer con el amor que creí encontrar, ya no nos aguardaba en alguna esquina. Ya lo habíamos puesto a prueba, ya lo había hecho recorrer kilómetros para venir a abrazarme y viceversa, ya nada heroico estaba por sobre el deseo de seguir cada uno, por su cuenta, en esa vida mínima que tanto amamos. Comimos juntos, ya no me soportaba porque además de llegar tarde, ya habíamos decidido cada quien que debíamos seguir nuestro camino. No me olvido sí, de esa noche en el bar cuando pronuncié la frase: «cuando yo tenga un hijo» y vi como se le apretó la garganta, él escuchó su sentencia, esa promesa aunque no la deseara, si se albergó en algún lugar indecible, se azotaba contra el plato de bife y fritas. No había promesa juntos. Me dolió la garganta y el alma cuando vi su expresión, no es fácil ser amigos de golpe y porrazo.

El 18 de octubre llegué tarde y estaba inquieta, sabía que algo distinto ocurría en Santiago. También quería correr despavorida de el famoso almacén de las pizzas, casi no nos miramos, íbamos del plato al vacío a un punto fijo en la pared o la calle, dependiendo del ángulo de cada uno. Yo aproveché de porfiarle, de insistir en un quiebre que me permitiera un minuto de odio para desprenderme de él. Le discutí sobre política, le discutí sobre cuestiones que en general hubiesen significado para mí una mirada atenta y amorosa, una confianza en su palabra. Le solté la mano y la lengua, me entregué a un berrinche tenue y agotado, a la necesidad de fijar un punto que me permitiera resignarme. Porque dejar un amor que se ama es re-signarse.

Me acompañó hasta esa casa que no era mía, ni nuestra, ni de nadie. Subió y me acompañó. Tenía miles de mensajes: quemaron el metro, quemaron el edificio de Enel, hay miles de barricadas. Los mensajes me angustiaron. Le escribí a los vecinos de mi casa en Santiago y terminé llamándolos fascistas. Como me concentré en el celular, él se enojó. Siempre mirar el celular tenía entre nosotros un breve periodo de disculpas, y es que estar allí donde estás se agradece cuando el amor se pierde en interacciones virtuales que no significan mucho. Se fue enojado, pero yo sabía que algo pasaba en Chile, otra cosa, no lo mismo. Me dijo que siempre quemaban cosas, que estuviera tranquila, yo insistía en mi conato imaginario de separación y le dije que él no sabía. Se aburrió de verme mirar la pantalla e intentó irse, allí reaccioné y le dije que me dejaba sola en el peor momento. No me tomó en cuenta. Lloré. Cuando estuvo de vuelta en su casa le mandé imágenes. ¿Viste que me dejaste sola en el peor momento? Estoy angustiada y me dejas. Hasta el momento no sabía que esa angustia también se llamaba Chile y que no dejaría de sentirla durante meses, pues el fuego de la revuelta nos tomó todo el cuerpo y pasarían cientos de días habitando esa misma sensación.

Volvió al otro día. «Sabes que los enojos me duran poco», me dijo. Yo seguía llorando. Él estaba cabizbajo, le dolía la panza. Él tiene panza, yo tengo guata. Somatiza. Así se entristece, así rabea. Me acompañó a una farmacia a comprar remedios, son más baratos allá que acá. Acá. Acá era allá. Hoy es acá.

Le conté todo lo que había visto en las noticias en la mañana, que estaban quemando teles en la calle, que quemaban el metro, que me preocupaban mis gatos porque no sabía que pasaba en mi barrio. Me dijo que los gatos saben cuidarse, y nuevamente me sostenía en esa palabra quieta y confiada que lo describe tan bien aunque él no lo crea. Paseamos cada quien por su espacio, nos íbamos despidiendo al mismo tiempo que yo ansiaba mirar ese Santiago que todavía no era capaz siquiera de imaginar. Nunca pensé que en la estación de metro junto a casa habría milicos con fusiles, nunca pensé que iban a quemar unas automotoras del barrio.

Un par de veces durante esos días le di unos besos cerca de la boca. Y esa tensión a la larga horrible, esa brecha entre tocarnos o no, se iba llenando de las imágenes que aún no conocía del nuevo Chile. Que nuevo o no, sería otro.

Nunca me fui tan rápido como en ese viaje, los días se me hacían eternos cuando miraba las imágenes por TV, cuando una trabajadora en la calle apoyaba una barricada, el fuego, si eso causaba bienestar para todos. ¿Cuándo habíamos asistido a eso? El corazón se me apretaba en la garganta pero de un modo distinto al gesto de él cuando perdimos en una frase, el amor que en algún momento nos guardamos. Volví y encontré fuego en la ceniza. Encontré una razón para quedarme. Ni siquiera atisbé promesas políticas, solo me aferré al cuerpo en la calle y que en aquellos encuentros que nacían, en ese estar y vivir la angustia de la incertidumbre, el paso sudoroso junto a otras, algo me devolviera al país que nunca como antes, mientras yo vivía, pareció querer que fijara en él los ojos y el cuerpo y el amor.

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Karen Glavic
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Written by Karen Glavic

filosofía, crítica y feminismo

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